La sed de peregrinación es natural en cada ser vivo. Más, algunos la tienen desde que nazcan, baste recordar a un canguro recién nacido no desarrollado con un peso corporal de apenas 3 gramos y que trepa hacia la bolsa cómoda de mamá; o a unas tortuguitas que corren a trote hacia las profundidades del mar; o migraciones de anguilas de miles de kilómetros; o vuelos estacionales de pájaros…
Nosotros, los seres humanos, también comenzamos la vida con viajes. Primero, como de costumbre, son vuelos de la cama al piso. Después, son carreras de distancias cortas, del pasillo a la cocina. Cada día, las rutas se hacen más largas: al patio, al kínder, a la escuela, a la playa en vacaciones. Los sueños de largos viajes nacen probablemente después de conocer el mapamundi en las clases del colegio, o también al ver los programas de televisión los que juegan un papel importante.
Alguien observó que el mundo se transforma gracias a los viajeros. ¡Les damos muchas gracias por eso! Sin ellos no hubiéramos podido disfrutar el aroma de té o café y la gente rusa seguiríamos comiendo sólo cereales de avena, remolacha y arvejas, sin conocer el sabor de las papas; no hubiéramos tenido ni idea de cómo saben los tomates, el maíz o el chile; no hubiéramos cascado las semillas de la “flor del sol” sagrada en México, cuyas imágenes hechas de oro se instalaban en los templos; no hubiéramos sentido el placer paradisiaco al acostarnos en la hamaca; nuestra vista no hubiera descansado en las flores de dalia, o en los tulipanes; no hubiéramos usado ropas de algodón o seda. Sin embargo, sin cocaína y tabaco, también traídos de lejos, hubiera menos problemas.
¡Pero es poco decir qué nos hubiera faltado si no hubiera nacido uno de esos viajeros famosos que descubrieron mundos nuevos, de la talla de Colón! Se propuso a abrir una ruta comercial nueva hacia las Indias, ya bien conocidas, pero resultó que se topó con todo un continente. Es cierto que no fue el primero. En los tiempos antes de Cristo, los antiguos cartagineses, celtas, normandos e irlandeses visitaban estas tierras y fundaban sus poblaciones. Pero no lograron consolidarlas seriamente. Por diversas razones los contactos con la patria han cesado y poco a poco, quiera o no quiera, se mezclaron con la gente local, así que después de varias generaciones nadie supo que fuesen descendientes de los pioneros que han descubierto los Nuevos mundos.
Los conquistadores en los siglos 15 y 16 se sorprendían al encontrar tribus locales de piel clara y manejando gran cantidad de palabras de origen europeo, y en medio de bosques impenetrable se topaban con restos de minas, hornos de fundición, ruinas de gigantescos edificios de piedra que se quedaron después de los forasteros de poca suerte. Y más tarde, en las excavaciones encontraron un carretillo de juguete hecho de barro, que tenía ruedas. Aunque los historiadores saben bien que en la época precolombina la rueda fue desconocida en América, tampoco ellos sabían extraer ni elaborar hierro (sólo usaban forja de cobre en frío). En otras palabras, América se abría y se cerraba para el Mundo Viejo más de una vez, pero las rutas marítimas hacia sus costas se perdían por largos años, y se olvidaban los conocimientos y logros que introducían los primeros descubridores.
Pero el siglo 15 resultó ser crítico en la historia del continente que antes de ese tiempo no estaba en el mapa. Hasta inventaron el nombre – Indias del Oeste, y a los pobladores locales los llamaron indios – con un nombre para todos (ya que creían que era India lo que encontraron), aunque antes de la llegada de Colón, la población usaba 300 idiomas y muchísimos dialectos, y cada tribu tenía su propio nombre. La cantidad de indígenas que vivían en el continente antes de la colonización, según la opinión de los científicos, probablemente llegaba a 50 millones, pero para el siglo 20 bajó a 38 (por causa de la exterminación y las enfermedades introducidas).
También se ha calculado que después del primer viaje de Colón, se trajeron más de 1000 especies de plantas, pero sólo el 10% de ellas resultaron cultivos y el resto, malas hierbas. El llantén que bien conocemos desde la infancia, aquí fue llamado “la huella del hombre blanco”. Sus semillas se adhirieron a los zapatos de los conquistadores y cruzaron el océano. El diente de león, probablemente, se insertó igual. Y el trigo, originario de Mesopotamia y distribuido por todo el mundo antiguo, también llegó a América en las carabelas del Gran Viajero.
La cultura nómada de cría de caballos de los indígenas en la zona de las pampas del Norte y Suramérica, nació gracias a la aparición de caballos en el continente, y la rastra – un mecanismo hecho de dos pértigas – se transformó en una carreta, de nuevo con la ayuda de la rueda importada.
Para que eliminaran gusanos, los ingleses trajeron gorriones. Y los españoles, que preferían platillos de cerdo y no querían alimentarse con perros, que la población local criaba especialmente como alimento, fueron forzados a traer chanchos.
Aún esta corta información sobre el bien que nos hacen los viajes, nos hace pensar. Y quien sabe, si alguien de nosotros también tenga la oportunidad de descubrir algo nuevo. Bueno, no será para toda la humanidad ni todo un continente. Está claro que ya todos los han descubierto. Pero descubrir para uno mismo, para su familia y amigos un rincón de la Tierra tan maravilloso como Costa Rica, también será bastante bien.
Y tendremos mucho placer en ayudarles.
Iryna Borovyk
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