Liza, de tres años, entró al hospital en estado grave y empeoraba a cada minuto. Había que hacerle una transfusión sanguínea
urgentemente. En la sala de espera estaban
sus padres y su hermano mayor que hace poco cumplió cinco años. Este también. hace tiempo, sufrió la misma enfermedad que ahora estaba
sufriendo su hermana, y en su sangre se habían producido anticuerpos
específicos. Por eso los doctores tenían
la esperanza de que la transfusión de sangre de su hermano tuviese éxito.
El doctor necesitaba convencerle y le preguntó
si estaba dispuesto a darle su sangre a su hermanita. En la cara del niño por un momento se reflejó
la duda, pero después hizo un gran suspiro y dijo:
- Sí, se
la doy
si eso la salva!
Al niño lo acomodaron a la par
de su hermana y comenzaron la transfusión.
Sonreía al ver cómo el color aparecía
en las mejillas de su hermana. De
repente él se puso pálido y dejó de sonreír.
Miró muy seriamente al doctor y lo preguntó con voz temblorosa:
- ¿A qué hora comenzaré a
morir?
El pequeñín había entendido al
médico a su manera: creía que tenía que darle TODA su sangre.
Y con esa seguridad, siempre
dio su consentimiento.
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