Irina Komissárova sobrevivió el bloqueo de Leningrado a la edad de 4 años. Su padre estaba luchando en la frente y su madre murió de hambre. La niña quedó completamente sola. Fue a buscar a su tía por la helada ciudad, caminaba por las largas calles, pasando por encima de cadáveres. Después se llevaron el cuerpo de su madre en trineo y lo tiraron en una fosa común. “Yo también quería morir para estar junto con mi mamá, pero no me lo permitieron” – cuenta Irina.
En estos días, cuando otra vez estamos prestando atención al tema de la Gran Guerra Patria, nuestros compatriotas mayores nos cuentan sus memorias. Entre ellas, la historia más impactante nos contó la doctora oftalmóloga Irina Komissárova.
- Irina, ¿cuántos años tenía usted en los tiempos de la guerra?
- Tenía cuatro años cuando comenzó la guerra. En ese día inolvidable del 22 de junio de 1941 estábamos de vacaciones en el campo: mi mamá, mi papá y yo. Mis padres eran jóvenes y yo era la hija única, una muñeca chineada. Papá me enseñaba a nadar. Nunca más pudo repetirse para mí esta felicidad humana tan sencilla: comenzó la guerra y mi padre se fue al frente de batalla. Y a los tres meses las tropas fascistas de Alemania rodearon Leningrado (ahora se llama San Petersburgo) donde vivíamos. El ejército alemán no pudo conquistar la ciudad porque las unidades militares se defendían con gran valentía, y tenían muy buenas armas producidas ahí mismo, en la fábrica de Kírov. Pero tampoco podían liberarla por completo porque las fuerzas enemigas les superaban en gran número. Todos los accesos a la ciudad fueron bloqueados y las reservas de alimentos se acabaron muy rápidamente. Empezó la hambruna masiva. Cuando llegó el invierno, el único medio de comunicación con los pobladores de Leningrado resultó ser un camino angosto construido sobre el hielo a través del lago de Ládoga. Los cañones alemanes no podían alcanzar este lugar. Unos cuantos camiones lograban pasar al otro lado, pero por supuesto esto no era suficiente para abastecer Leningrado cuya población antes de la guerra contaba más de 3 millones. La ración alimentaria era de 250 gramos de pan por día para trabajadores y 125 gramos para mujeres y niños. En el mes de diciembre no les dieron alimentos del todo. El invierno en este año fue muy frío, la temperatura bajaba hasta – 20° C, pero la calefacción en los edificios no funcionaba. El bloqueo duró 872 días. Durante ese tiempo murieron 640 000 personas de frío y hambre, además 17 mil murieron por los proyectiles del enemigo.
- ¿Cómo logró usted, a tan corta de edad, sobrevivir durante ese tiempo terrible?
- No teníamos nada que comer. Al principio mamá iba al mercado para conseguir pan a cambio de unas joyas de oro que le quedaron de herencia de sus padres. Después aún con el oro no era posible conseguir alimentos. Mi mamá y yo estábamos en el apartamento frío y para calentarnos, quebramos sillas y las quemamos en un horno pequeño llamado “burzhuika”. Estábamos muy débiles por el hambre. Tratábamos de no movernos, siempre acostados en la cama, cubriéndonos con cobijas. Mi mamá estaba siempre dormida, siempre dormida y después dejó de despertarse. Pasó mucho tiempo hasta que entendí que estaba muerta. Y después salí a la calle y me fui a buscar a mi tía. Sabía que su esposo trabajaba en el comisariato militar, antes lo visitábamos a menudo y allá jugaba con mi primo. Eso fue el 23 de febrero, el Día del Ejército Rojo. Caminaba mucho, mucho por las calles muy largas, pasando por encima de cadáveres, la helada fue muy fuerte. No puedo entender cómo logré caminar ese trayecto tan largo. Después de muchos años, cuando fui a Rusia y quise pasar por ese camino de nuevo, me cansé y no pude llegar.
- ¿Cómo la recibió su tía?
- En el comisariato me recibieron y se horrorizaron: tan pequeña, llegué sola, estaba toda sucia y llena de piojos, y de una vez me metieron en el baño. Y después me dieron unas lentejas, lo recuerdo muy bien. Estaba comiendo y comiendo y no podía llenarme. Desde aquellos tiempos las lentejas es mi comida favorita. Después localizaron a mi tía y al día siguiente nos fuimos a nuestra casa. Con ayuda de los vecinos cargamos el cuerpo de mi mamá en trineo y la llevamos al cementerio. Pero en esos días de guerra era imposible enterrar los muertos con toda la ceremonia, eran demasiados y la tierra era tan helada que parecía hecha de piedra. Provocaron explosiones para abrir una fosa común, y allí la tiraron. Yo también quería morir para estar con ella, pero no me lo permitieron. Este día terminó mi infancia y a la vez me volví adulta. Pronto recibí una carta de que mi padre había desaparecido. Todos creíamos que cayó muerto en la batalla. Después resultó que estaba vivo, pero en ese entonces no lo sabíamos. Cuando quitaron el bloqueo el 18 de enero del 1943, todos estaban felices, pero yo lloraba porque no tenía a nadie. Después del bloqueo el esposo de mi tía nos sacó de la ciudad. Y cuando la guerra terminó, regresamos a casa.
- Su tía la trataba bien?
- Los tiempos eran muy difíciles. Vivía un tiempo con ella, y después ella me mandó a un orfanato porque allá alimentaban mejor a los niños. La vida en orfanato era muy buena; nos enseñaban, nos daban regalos americanos: leche condensada, carne enlatada, zapatos, ropa nueva. Pronto, después de terminar la guerra, el esposo de mi tía murió, y ella tuvo que trabajar. También tramitó mi custodia y de nuevo me fui a vivir con ella; el estado le daba una pensión por mí. Pero después ocurrió una desgracia: murió su hijo, mi primo. Y ella me culpó diciendo que por compartir comida conmigo, su hijo creció muy débil y murió. Después empezó a tratarme muy mal. Recuerdo que una vez, cuando tenía unos diez ó once años, estaba cocinando la sopa. En estos tiempos todavía no teníamos cocina eléctrica y había que picar leña, y yo sin cuidado me di con el hacha en un dedo. Cuando mi tía llegó después del trabajo le dije que la cena no estaba lista porque me dolía la mano. Y ella vio que ésta estaba llena de sangre, se enojó y se puso a pegarme con su paraguas... “¿Por qué no lloras?” – gritaba y se enfurecía aún más. Pero yo nunca lloraba. Después me llevó al hospital, pero el dedo para siempre me quedó desfigurado.
- ¿Cómo logró en estas condiciones crecer, superarse y llegar a ser médico?
- Los profesionales aseguraban que los del bloque sólo podríamos vivir hasta los 35 años, así de nocivo era haber sufrido de hambre prolongada. Pero crecí sana, ahora ya tengo más de 70 años y no pienso morirme. Lo que me salvó era que practicaba danza, atletismo, patinaje de figuras, cantaba y, además, estudiaba muy bien. Era una joven muy guapa, tenía trenzas hasta las pantorrillas, todos los muchachos me perseguían. Vivía muy bien, el estado soviético me regalaba, como era huérfana, los viajes de vacaciones en hoteles y sanatorios cada año. Más que nada, me daba pena que murió mi mamá. Casi no la recuerdo, sólo por fotos, pero siempre me ayudaba desde el cielo.
- ¿Cómo supo que su padre estaba vivo?
- Unos cuantos años después de la guerra recibí un aviso de que mi padre fue arrestado y desterrado a Siberia, y no se explicaba la causa. Pero mi tía decidió que era un criminal y me prohibió el contar sobre mi padre a nadie. Ella tenía mucho miedo que me tratarían mal los profesores y compañeros en el colegio. Así que yo guardaba silencio, pero siempre quería encontrarlo. Cuando terminé la educación secundaria de una vez entré al 1-er Instituto de Medicina, era muy buena estudiante, además en los ratos libres trabajaba de enfermera. Después de graduarme pedí que me enviaran a trabajar a Yakutia, Siberia, para ayudar al desarrollo de esta tierra lejana, pero en realidad, para buscar a mi padre. Trabajé ahí varios años y siempre trataba de buscarlo, pero no le pude encontrar. Mucho después de varios años, me informaron que mi padre fue rehabilitado... después de muerto. Así que nunca supe por qué lo encarcelaron y cómo terminó su vida. Después de trabajar en Siberia regresé a Leningrado. Cuando mi tía murió, resultó que yo no tenía derechos para su apartamento ni cualquier otra propiedad, ya que ella nunca me adoptó como su hija, y todo se perdió. Ya nada me amarraba a esta ciudad. En ese momento conocí a un costarricense, nos casamos y me vine a Costa Rica.
- En los años 70-s se había publicado un artículo sobre usted, del que después se habló mucho.
- Sí, en esos años aquí casi no había gente rusa; creo que éramos sólo tres mujeres soviéticas en Costa Rica. Además, trabajaba en el Hospital San Juán de Dios donde era la única mujer doctora, así que atraía la atención. Una vez estaba en el Ténis Club y conocí a una periodista, ella me entrevistó y escribió un artículo en el periódico “Excelsior”, el que ya no existe. Entre nuestras mujeres rusas se hablaban chismes ya que expresé unos criterios anti-soviéticos. Pero en realidad, siempre hablé muy bien de mi patria. Pero, verdad, dije que en la Unión Soviética no me gustaba la política ni la poca libertad que había. Y era cierto, comparado con Costa Rica, la política en la URSS dejaba mucho que desear, especialmente tomando en cuenta el destino de mi padre. Pero ahora estos viejos resentimientos ya están olvidados, Rusia ya no es igual que en los años de Stalin. Visito mi ciudad natal muy a menudo, ahora se llama San Petersburgo, allá tengo mi apartamento, mis amigos, y los visito. También voy a los Estados Unidos, allá vive mi hijo. He trabajado muchos años aquí como médico y ahora tengo muy buena pensión, tengo buena salud, ¡así que la vida sigue adelante!
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